Juan y José, sentados contra el muro del frontón,
hacían planes mientras reponían fuerzas.
Dudaban entre ir a la escuela o al río a pescar
cuatro cangrejos para la merienda.
Nadie, jamás, vio amigos más unidos que esos dos
que a un tiempo descubrieron el fuego del licor,
el brillo del dinero, el automóvil, el cine y la mujer.
Tibio era el sol, ancha la mar,
y el mundo, aún, por estrenar.
A Juan y a José se les acabó pronto la niñez
segada con la mies, pisada por los bueyes.
Y mientras José tomaba los caminos de la mar
el otro le despidió desde el muelle.
Del que se fue, llegaron cartas con olor a ron
cargadas de promesas que Juan leía mientras ponía la mesa,
y releía, sin prisa, en el café.
Caña dulce, mamey colora´o,
verde la palma, blanca la garza,
con un ojo abierto, en la charca, vigila el caimán.
¿Cómo puedes conformarte, Juan, con un solo cielo
si hay toda una América del otro lado del mar?
José viajó de las Antillas a la Cruz del Sur.
Huaquero en Fundación, buhonero en la Puna,
cafisho en un quilombo flotante en el Paraná,
y, con los años, llegó a hacer fortuna.
Juan se quedó trabajando la tierra
y se casó con su novia de siempre.
Después, los años discurrieron mansamente,
frío en invierno, y en verano, calor...
los días que llegaban cartas de José...
volvieron a encontrarse en el frontón medio siglo después
y, como si tal cosa, Juan preguntó:
"¿A cuál le vas: azul o colora´o?",
y respondió el indiano: "Al que vaya esa moza.
Qué cosas Juan, tanto rodar y estamos otra vez
en donde lo dejamos"
"Pero, a tí, Pepe, que te quiten lo bailado,
y, gracias, Pepe, por llevarme a bailar..."
Tú cabalgabas y yo iba a la grupa
en las largas tardes, junto a la estufa del viejo café.
Con las alas de tus cartas, José,
atravesé todos los cielos de América, contigo ¡amigo...!